Te beso y tus labios son aviones de papel que consiguen que me lleguen todos los sentimientos que me quieres transmitir. Aunque no sepa si la transmisión es mutúa.
Tus manos son dos hojas a las que el viento arrastra y que recorren mi cuerpo acariciándolo y haciéndome cosquillas. Recordándome que todo es efímero y que las sensaciones que me provocas son las dos caras de la misma moneda, que me recuerdan que para compartir mi alma con alguien primero tengo que daber dónde está. Son dos trozos de hierro anclados al suelo a los que agarrarme cuando algún huracán me intenta arrastrar.
Tu pecho es el suelo del campo de dientes de león donde jugaba de niña y al que siempre me gusta regresar en las noches de verano, para ver como las estrellas caen del cielo, recordándome que no todo lo que brilla es estable.
El hueco que hay entre tu cuello y tu hombro es el refugio que utilizo en las noches de tormenta, truenos, y relámpagos en las que no puedo parar de poner la lluvia. Me sirve de anclaje en esta realidad.
El abrazo de tus brazos es mi manta favorita en invierno, mi toalla preferida en verano, mis pañuelos en primavera. Algo que por unas razones u otras siempre necesito tener cerca.
Sentir tu aliento en mi cuello es como esa brisca fresca en medio del calor agobiante de verano, o el agua helada que te salpica la cara en medio de una borrachera. Te despierta, hace que todos tus sentidos se pongan alerta.
Tu voz es la canción que me guía en medio de la oscuridad y que me señala la salida de emergencia cuando yo ya no soy capaz de verla. Es ese momento en el que me doy cuenta de que el verbo amar no es un posesivo.
Tu lengua es el pincel qeu dibuja constelaciones sobre mi cuerpo utilizandome como lienzo de una obra maestra reservada para tus ojos, pero expuesta en todos los museos del mundo.